*Article de Francesc Viadel publicat a La Veu del País Valencià el 16 de novembre de 2015 i traduït al castellà per David Marzal @DMarzal.
Mi colegio tenía un patio soleado de tierra rojiza y unas cuantas moreras que crecían a la orilla de una valla de alambre y que hacían una sombra debilucha como nubes en el desierto.
Y más allá de la valla, estaba el río con los flacos caballos de los gitanos y las cañadas, y en el horizonte, echando raíces invisibles de roca dentro de un colchón de naranjos tupidos, una montaña azul, de la cual nunca nadie supo el nombre.
Era una escuela como Dios manda, quiero decir, con una banda de cornetas y tambores y una cofradía semanasantera y un equipo de básquet y uno de ‘balonmá’ y una capilla que se abría por mayo para llenarse de lirios blancos y ramilletes de rosas.
Una escuela donde nunca se hacían concesiones a las ocurrentes innovaciones pedagógicas, concentrada en la explicación estricta de la inequívoca realidad, de la única realidad, enemiga rabiosa del mundo disperso y diverso.
Una realidad, se debe decir, que cabía en los cuatro ángulos de la pizarra, en una libreta, en las páginas de media docena de libros, que se podía decir en pocos segundos en una sola lengua, justamente aquella que nunca hablábamos ni en casa ni en la calle, excepto cuando, para reproducir el universo grisáceo de la televisión, nos convertíamos en Curro Jiménez o en Gran Chaparral.
Un excombatiente de la División Azul, anticomunista furibundo, nostálgico del frente, nos enseñó Formación Ética y Ciudadana de acuerdo a las exigencias el nuevo tiempo y un señor mayor que no hablaba francés los misterios del passé composé y las contorsiones fonéticas de los verbos avoir y être.
Un día alguien dijo que aprenderíamos la lengua del país hasta el momento excluida de la realidad, tan misteriosa como aquella montaña azul, tan cercana y la vez tan remota. Nunca pasamos, pero, de las primeras lecciones. El valenciano, se exclamaron irados algunos padres que nunca lo habían hablado o que lo habían olvidado, no solo no servía para nada sino que era un peligroso artefacto contra la unidad del mundo o de la única Nación verdadera…Entonces hicieron que nos comprásemos una flauta y durante algunas tardes, el mismo maestro que debía enseñarnos el valenciano que ni hablaba ni sabía cómo escribir, hacia como que nos enseñaba a tocar aquel instrumento del cual tampoco sabía una palabra. Nunca más se habló de aquel incidente.
Mi hijo va a una escuela que tiene el patio de asfalto a un tris del cielo, con un campo de fútbol imaginario, con vistas a un horizonte de edificios de cristal cuya silueta se recorta con un cielo que emerge del mar.
La escuela de mi hijo es una escuela del mundo, es el mundo… Antonio, Hang, Mark, Zheng, Jun Jin, Pol, Francesca, Pedro, Arnau, Roger, Maria, Isabel…En la lengua del país aprende mi hijo el nombre de las cosas y la lengua de los otros, los paisajes cercanos y la geografía de su calle, tan diverso y complejo…
Entre las cuatro paredes de vidrio de su escuela sueña mi hijo en su lengua, en la mía, navegar todo el océano de la red, ser un gran cocinero, un explorador del universo, un gran cirujano, puede que un escritor…
La escuela de mi hijo no le gusta, empero, a todo el mundo. Desde el infierno mental de la unidad que solo separa, la escuela de mi hijo ha sido señalada gravemente. En la escuela de mi hijo, dicen, se inocula el odio a España. Es la lengua que aprende la que actúa como un veneno letal sobre su tierna alma. Es necesario, pues, que mi hijo sea españolizado de inmediato, rápidamente, en nombre de la libertad, de la solidaridad, de la democracia, de la igualdad, del universo, del mundo inequívocamente real…